martes, 19 de julio de 2011

Guerra Civil

Leo artículos y libros sobre la Guerra Civil y pienso que es muy cómodo desde nuestra España aburguesada del siglo XXI tomar una posición políticamente correcta acorde con nuestro orden actual. Sin embargo, nada más difícil que juzgar aquellos hechos desde el presente. Nada tiene que ver esta España con la del 36. Llevo un tiempo leyendo ensayos sobre el conflicto y ahora me doy cuenta de que todo es más complejo que decidir quiénes eran los malos y los buenos tomando como referencia nuestros valores y parámetros actuales.
Es algo así como si en el futuro alguien nos juzgara y llegara a la conclusión de que todos los que votaron a Aznar eran idiotas y que por su culpa entramos en la Guerra de Irak. O que pensara que éramos una sociedad conformista porque no hicimos una huelga general en condiciones contra Zapatero en el periodo de mayores recortes de nuestra etapa democrática y con unos índices de paro históricos. O que decidiera que eran gilipollas todos esos valencianos que refrendaron por mayoría absoluta un Gobierno implicado en casos de corrupción y que les llevó hasta el primer puesto en el ranking de autonomías endeudadas, con una deuda de 17.600 millones de euros.
Sería muy cómodo y fácil juzgarnos desde la inmunidad del futuro.
En el futuro probablemente también se preguntarán cómo pudo llegar a presidente del Gobierno un individuo sin carisma, cuestionado incluso por su propio partido, que previamente perdió dos elecciones que estaban ganadas y que se parecía el abuelo Cebolleta a pesar de sus esfuerzos por teñirse las canas. Tal vez entonces será muy fácil juzgar al electorado español y poner en tela de juicio su sentido común. Pero es que hay cosas que para entenderlas hay que vivirlas.

domingo, 17 de julio de 2011

¡Indignaos si no queréis quedaros en casa o hacer botellón!

Antes en España, si a uno las cosas le iban mal, siempre le quedaba la barra del bar para ahogar sus penas en alcohol. Hoy esa opción sale cara. Hacer vida en un bar nunca ha sido barato, pero hoy se ha convertido en algo prohibitivo. ¿Y qué hemos hecho para remediarlo? Nada. Simplemente vamos menos a los bares. O vamos lo mismo pero consumimos menos.
Ya sabemos que el paso del euro a la peseta tiene una conversión muy sencilla. Olvidaos de multiplicar por 166,386 pesetas. Es tan fácil como tener en cuenta esta equivalencia: 1 euro = 100 pesetas. Así el pan si antes costaba 50 pesetas, ahora cuesta 50 céntimos. Si una docena de huevos valía 85 pesetas, ahora son 85 céntimos. Si por ir a un concierto te cobraban 2.000 pesetas, ahora hay que soltar 20 euros. Si una novela de pasta dura costaba entre 1.500 y 2.000 pesetas, ahora está entre los 15 y los 20 euros. Y así con todo, con muy pocas excepciones. Lo cierto es que matemáticamente no nos ha costado mucho esfuerzo adaptarnos a la nueva moneda.
Luego hay excepciones, como los sueldos, en los que normalmente nos han aplicado la equivalencia rigurosa de 1 euro = 166,386 pesetas. Por lo que gente que antes cobraba unas 150.000 pesetas ahora cobra más o menos 1.000 euros.
Los bares son otra excepción, no por defecto sino por exceso. Para las listas de precios de los bares la equivalencia 100 pesetas = 1 euro solo fue el primer paso, una conversión tan sencilla como rentable. El café pasó de 100 pesetas a 1 euro, los cubatas de 400 pesetas a 4 euros, un menú de 800 pesetas a 8 euros, etc. Pero eso solo fue la primera toma de contacto con una nueva moneda con la que había que familiarizarse. Superado ese momento de adaptación, no vieron por qué no podían engordar un poco el precio en vista de que un importe de 5 euros, por ejemplo, sonaba mucho más barato que 831,93 pesetas. Por eso ahora un café cuesta 1,20 euros, un cubata entre 5 y 7 euros y casi todos los menús andan más cerca de los 10 (o los 12) que de los 8 euros con los que empezamos.
Pensando en la pasmosa sencillez de ciertas conversiones matemáticas me acordé de lo que solía ser un sueldo mediocre hace unos veinte años: 100.000 pesetas. Qué fácil resulta comparar ese importe con los 1.000 euros actuales. También había gente que cobraba 80 o 90 mil pesetas. Como hoy la hay con sueldos de 800 o 900 euros. Y había muchos que cobraban unas 120.000 pesetas como hoy muchos cobran 1.200 euros. Un sueldo en condiciones entonces podía llegar a las 200.000 pesetas, importe que se parece mucho a los 2.000 euros de hoy en día.
Mejor que la conversión de euros a pesetas o estudiar la subida del IPC anual desde entonces es calcular por equivalencias la diferencia de poder adquisitivo. Es decir, con un sueldo de tal importe qué puedes adquirir.
Hace 20 años un café valía entre 75 y 85 pesetas. Para mantener el mismo poder adquisitivo hoy debería costar entre 75 y 85 céntimos. Una Coca-Cola podía costar 120 o 150 pesetas. Hoy no debería pasar de 1,50 euros. Una cerveza te costaría entre 80 y 100 pesetas. Buscadme algún bar en el que te la den a menos de 1 euro. Un cubata valía 300 pesetas. Hoy no te cobran 3 euros ni en la hora feliz, que, por cierto, en Cataluña ya está prohibida.
Anoche mismo nos cobraron en Madrid 22,50 euros por una ración de calamares, otra de patatas bravas y dos tintos de verano. Ni eso nos hubiera costado hace diez años 3.743,68 pesetas, ni hace veinte, 2.250 pesetas.
¿Por qué se ha encarecido tanto la hostelería? ¿Les han subido mucho los impuestos? ¿Les cuesta mucho dinero contratar camareros y cocineros? ¿Quieren trabajar poco y ganar mucho?
La verdad, no lo sé. Lo único que puedo decir es que cada vez voy menos a los bares. Solo no voy nunca. Para mí los bares son un sitio para alternar con los amigos. Los días que trabajo, y no todos, tomo un café a media mañana, también por charlar un rato con los compañeros de trabajo, con los que no se quedan fumando en la calle.
Los elevados precios de los bares me devuelven a mi época de estudiante con pocos recursos. Con mis casi cuarenta años todavía tengo que andar echando cuentas para ver cuántos días al mes me puedo permitir el lujo de salir a cenar por ahí o a tomar unas copas. Los fines de semana todos los locales están más o menos llenos, pero entre semana se ve poca gente. La mayoría preferimos salir un día a gusto y quedarnos en casa el resto de la semana que salir muchos días contando los centimillos de los bolsillos.
Normal que los jóvenes hagan botellón por sistema. Lo raro es que no lo hagamos todos. A mí me da envidia. Si fuera capaz de convencer a mis amigos de que se apuntaran, no lo dudaría ni un instante.
También podríamos plantearnos hacer acampadas y organizar asambleas de clientes indignados dentro de los bares. En esas asambleas se podría debatir si deberíamos hacer algo para que los dueños de los bares ganaran menos o para que el Gobierno declarara la hostelería bien de interés social y cultural y les bajara el IVA a cambio de una negociación de precios máximos.
Si los precios de los bares fueran más asequibles, no me cabe ninguna duda de que habría mucha más clientela, más bares y, consecuentemente, más puestos de trabajo. A lo mejor hay gente que piensa que en España hay demasiados bares sin darse cuenta de que los bares forman parte de nuestra forma de entender la vida. Si perdemos los bares, no sé en qué nos vamos a diferenciar de nuestros vecinos europeos, que cada vez vienen menos por aquí por el encarecimiento de los precios. Qué bien nos han venido este año las revueltas en el norte de África para recuperar parte del turismo europeo de otros tiempos.
Habrá quien piense que sería mucho más importante y prioritario que protestáramos, por ejemplo, para que bajaran los precios de las viviendas o los abusivos intereses de los préstamos hipotecarios. Eso depende de las prioridades de cada uno. No importaría mucho que tu casa fuera un zulo si pudieras pasar gran parte del tiempo fuera. Mismamente en un bar. En otros tiempos, por ejemplo,  no era raro que los escritores trabajaran en los bares. Jardiel Poncela, que acostumbraba a escribir en cafés porque le gustaban los sitios bulliciosos para concentrarse, hoy tendría que haberse ido a un parque donde hicieran botellón para que le salieran rentables los libros.
Al final voy a terminar pensando que nos permiten que descarguemos películas, discos y videojuegos ilegalmente para que nos quedemos en casa.

Hace poco falleció el actor Antonio Gamero. Cuentan que siempre decía: “Como fuera de casa no se está en ningún sitio”. Quizá murió con él una forma de entender la vida.