domingo, 26 de junio de 2011

Mundos perdidos: Mi padre y los veranos de mi infancia

Esta es la primera vez que escribo un “Mundos perdidos” en el que me alegro de que todo lo que voy a rememorar esté muerto y enterrado.

A mí no me gustaban mucho los veranos cuando era niño. Detestaba el final del curso. Prefería ir a la escuela. No solo por aprender, que también, sino principalmente por estar con los amigos y poder jugar con ellos un rato cuando se acababan las clases. Ese era el mundo que me gustaba y que, con la llegada del verano, se acababa.
El verano eran moscas, mosquitos, calor, sed y, sobre todo, mi padre. Mi padre estaba siempre en el umbral del verano esperándome con el tractor ya en marcha.

En el campo manchego es duro trabajar en esa época del año por la severidad del calor. A mi padre, sin embargo, le parecía una época tan buena como otra cualquiera. En mi pueblo no era raro que los niños fuéramos a ayudar al campo antes incluso de hacer la primera comunión. No era el único que padecía ese calvario, aunque yo tenía la sensación de que era uno de los más puteados. Y no entiendo por qué. Mi padre no era un agricultor ni de los más trabajadores ni de los más ordenados, que siempre tenía por ahí todas las tareas a medio hacer o, simple y llanamente, manga por hombro.
Me gustaría saber por qué ese interés de mi padre en llevarme al campo constantemente. Yo creo que siempre tuvo claro que no iba a ser agricultor, así que no lo hacía por enseñarme una profesión. Hubo incluso muchas tareas que nunca me enseñó, ni siquiera cuando rondaba los veinte años. Nunca quiso que aprendiera a sembrar cereal, ni a injertar viñas, ni a podarlas, ni a nada relativamente interesante. Para mí siempre reservaba los trabajos de ayudante más ingratos.
Me gustaría pensar que todo ese sadismo que derrochó conmigo tenía como objetivo endurecerme, acostumbrarme al esfuerzo, mostrarme lo peor del mundo del trabajo físico para que me esforzara en los estudios. Si lo hubiera hecho por eso, su plan habría sido todo un éxito.
Es una pena no poder preguntárselo. Murió hace dieciocho años y me dejó de herencia un montón de preguntas sin responder. Porque a veces me da por pensar que se portó conmigo como se portó simplemente porque así le habían educado a él y seguía esa inercia. En su caso fue mucho peor, porque la terrible posguerra le impidió asistir a la escuela más allá de los pocos años en los que aprendió a leer, escribir y hacer cuentas.
En la canícula manchega hay poco que hacer, pero a mi padre no le faltaban ideas para tenerme a la solanera más de la mitad de los días de vacaciones. Mi memoria se va erosionando, pero creo recordar que escardábamos las viñas, recolectábamos melones y tomates, plantábamos azafranales y nos acercábamos a las siembras a recoger el grano. Para este último trabajo ni siquiera me necesitaba: la cosechadora segaba las mieses y luego descargaba el trigo o la cebada en el remolque. Fin del proceso.

No sé la cantidad de grillos y saltamontes que pude cazar en aquellas excursiones. A veces me pasaba horas torturándolos, supongo que para descargar mi mala leche.
Creo que a mi padre le fastidiaba un poco que ya no se segara a mano. Le encantaba rememorar el trajín que tenían durante aquellos veranos en los que no había cosechadoras: los haces, las hoces, los dediles, las trillas, los trojes… No viví ese mundo y, sin embargo, llegué a familiarizarme con toda su terminología.

Mi padre, todo un nostálgico, de lo que no me libró algunos años fue de aventar el trigo con la excusa de que la máquina no lo había dejado todo lo limpio que debía. Usábamos la aventadora de mi tío, una aventadora que funcionaba a manivela. Me recuerdo negro del sol y del polvo, asfixiado, con los pulmones saturados, muerto de sed con tal de no beber el caldo que había en la garrafa. La jornada terminaba cargando a las espaldas los costales, algo que solo pude hacer cuando fui un poco mayor y que, incluso entonces, nunca hice con desparpajo y soltura. Yo para el campo era muy poca cosa.
Mi pueblo está en la Mancha toledana, rica zona de azafranales o suertes, como las llamamos en mi pueblo. Nunca me pareció una suerte tenerlas, así que hasta el nombre de la plantación me producía rechazo. Toda mi vida he detestado que llamaran al azafrán el “oro rojo” porque solo el que lo ha trabajado sabe lo duro que es conseguir unos gramos. No se encuentran filones en la búsqueda del “oro rojo”.
Las suertes le daban mucho juego a mi padre para la programación de mis actividades veraniegas porque es el momento en el que se plantan. Un azafranal tiene una vida de unos cuatro años. Al cuarto año se elimina la plantación para poner una nueva. Los bulbos que en su día se plantaron se desentierran, se separan (en esos cuatro años se han multiplicado), se limpian y se utilizan como simiente. Cada verano pasábamos varias mañanas sacando los bulbos, que en mi pueblo llamamos “cebollas”, por similitud, que estas no son nada digestivas. Las tardes las dedicábamos a limpiarlas y a prepararlas para “ponerlas”. A la apasionante actividad de plantar un nuevo azafranal la llaman por allí “poner cebolla”. Lo bueno que tenía era que a las doce de la mañana, más o menos, mi padre daba por terminada la jornada. No lo hacía por dejarnos libre el resto del día, sino porque la “cebolla” se puede dañar por el exceso de calor. Y porque para eso echábamos a trabajar a las seis o las seis y media de la mañana.

Todavía recuerdo, en la casi total oscuridad de la noche, los primeros golpes del azadón sobre la estaca que ayudaba a mi padre a no torcerse al hacer la zanja. Los recuerdo con un escalofrío, como una actividad clandestina y siniestra.
Otro día os cuento cómo, un poco más mayor, pasé varios veranos trabajando catorce o quince horas diarias en un bar para librarme de ir tanto al campo, o cómo, más tarde, me fui a la construcción para librarme de trabajar en la hostelería todos los fines de semana de la temporada estival.
Por todo esto para mí el verano tiene connotaciones muy negativas, y mucho más el sol abrasador y el campo, con sus bichos, su polvo y sus chinas en las albarcas.

A veces aún me sucede que el malsano calor de las noches de verano me produce pesadillas y llega entonces mi padre a los pies de mi cama, arrastrando un olor de sudario y gusanera, para decirme que me vaya preparando, que nos vamos.

viernes, 17 de junio de 2011

No son parte de la solución

Para mí Zapatero no perdió toda su dignidad el día que se dio cuenta de que no iba poder llevar a cabo su programa político. La perdió al día siguiente: cuando no presentó su dimisión. Algunos le habrían llamado cobarde. Otros habríamos admirado su coherencia.
Ese mismo criterio me sirve para juzgar a toda la clase política. No recuerdo ninguna dimisión por desacuerdo con el devenir del sistema capitalista. Todos se agarran a su escaño, a su pequeña parcela de poder y se pasan cuatro años defendiéndola. Porque a eso dedican casi todo su tiempo, a la guerra mediática que les permitirá mantener su privilegiado puesto de trabajo.
Por eso no nos parece bien que los políticos vayan a la calle a manifestarse con los indignados del 15M. Estoy seguro de que serían bienvenidos si previamente presentaran su dimisión y se limpiaran el culo con el carné de su partido. Entonces empezaríamos a darles cierta credibilidad.
Algunos políticos alegarán que la reforma del sistema debe hacerse desde dentro, pero la realidad no les da la razón porque estar dentro no les ha servido de mucho. Bien saben ellos que la mayoría de sus compañeros de hemiciclo se negarán a aprobar medidas que les perjudiquen a ellos. Solo me creería la reforma desde dentro si los políticos que se reconocieran como indignados trasladaran las acciones de la revuelta ciudadana a los órganos gubernamentales. Me encantaría verlos acampando en mitad del Congreso de los Diputados, y en mitad de las cortes, asambleas o parlamentos de las diferentes comunidades autónomas. Podrían quedarse encerrados durante varios días, negarse a participar en las votaciones de sus respectivas cámaras y hacer asambleas alternativas cuando hubieran terminado las sesiones.
Solo así me podrían convencer los de IU o los verdes o los secuaces de Rosa Díez de que de verdad simpatizan con los indignados.
A los otros, a los del PP y a los del PSOE, les esperan muchas noches de insomnio. En Sol se podía leer en una pancarta: “Si no nos dejan soñar, no les dejaremos dormir”. Esa tiene que ser la consigna.

Una transición tensa y el susto de un golpe de estado fallido les concedieron treinta años de sumisión ciudadana. Ha sido tiempo suficiente para poder demostrarnos que son demócratas de verdad. Unos porque nunca lo fueron y la historia les daba la oportunidad de redimirse. Y  otros porque por fin podían haber llevado a la práctica todo el idealismo que desperdiciaron soñando con el mayo francés y corriendo delante de los grises.
Se acabó el contrato de prácticas.
Que los patéticos tertulianos de la televisión dejen de decir que hace falta un representante del Movimiento 15M para trasladar sus propuestas a los representantes políticos. Lo que se dice en la calle está bastante claro. Y los que cobran por gobernar son los que tienen que encontrar las soluciones.

Las asambleas son una corriente de aire fresco porque por fin podemos decir en algún sitio dónde nos aprieta el zapato. Pero que no esperen de un movimiento asambleario soluciones magistrales. De ahí solo saldrán ideas vagas y utópicas que servirán de terapia a los que agitan las manos levantadas. O grupúsculos radicales que intentarán hacerse con las riendas del movimiento y contribuirán al desorden. No son las asambleas ciudadanas sino los políticos los que tienen que poner remedio a los problemas. Son ellos los que voluntariamente se han presentado a unas elecciones y nos han dicho que pueden hacerlo.
Si siguen mirando hacia otro lado, esperando a que se nos pase el berrinche y volvamos a ser dóciles y serviles, hay mucha gente dispuesta a no dejar de fastidiar. Y no van a ser todo acampadas happyflowers. Se buscarán distintas formas de hacer daño. Y es lógico que en ocasiones no sean pacíficas. Los violentos aprovechan cualquier desorden para infiltrarse. Los ultraindignados encontrarán en las escaramuzas la oportunidad para exorcizar sus frustraciones.

Muchos no apoyaremos las manifestaciones violentas, pero en el fondo pensaremos que son inevitables.
Mientras los políticos no sean parte de la solución, esto no va a parar. Porque no nos gusta lo que todos ellos representan. Ya no nos sirve la excusa de que los mecanismos del capitalismo no les permiten actuar. Que dejen sus escaños a los especuladores y a los gerifaltes de la banca si son los que mandan de verdad. Contra ellos estaríamos incluso más motivados.