viernes, 29 de abril de 2011

Escenas memorables: El Día de la Marmota

“-Te estás perdiendo la fiesta. Esta gente es genial. Algunos han estado de juerga toda la noche. Cantan canciones hasta que cogen mucho frío. Entonces se sientan junto al fuego, se calientan y vuelven a cantar más.
            -Sí, son palurdos, Rita.”

Un título genial

Qué gran película El Día de la Marmota. En España la estrenaron con el título de Atrapado en el tiempo. Probablemente algún lumbreras pensó que no  entenderíamos el significado del título porque se refiere a una fiesta local de algunos lugares de Estados Unidos. De lo que no se dio cuenta es de lo bien que sonaba el título original y de lo divertida que suena la palabra marmota en castellano. Mucho mejor que en inglés, que es “groundhog”, y mira que en inglés casi siempre suena todo mejor.

Un tópico de nuestros días

El Día de la Marmota ha creado un tópico de nuestros días. No es raro escuchar a alguien decir “esto parece el Día de la Marmota” cuando la realidad se repite de forma absurda y sorprendente. Y es que en la película el protagonista está condenado a repetir una y otra vez, como si de una suerte de maldición se tratara, el Día de la Marmota en Punxsutawney, una pequeña localidad de Pennsylvania.

La maldición de la comedia

No voy a contar la película ni voy a hacer una crítica. Ya sabéis que no suelo hacer críticas en mi blog. Hablo de mis fobias y de mis filias, pero sin pretender sentar cátedra. En este caso, sin embargo, como amante de la buena comedia, no puedo seguir adelante sin decir que esta película es una de las mejores comedias que se han hecho en las tres últimas décadas. Me fastidia que la cataloguen simplemente como comedia romántica. Sí, parte de su argumento va por esos derroteros, pero el significado global de la película es mucho más profundo.

Yo mismo muchas veces me he sentido como Phil, el personaje que encarna Bill Murray. Phil, que es el presentador del tiempo en una cadena de televisión de tres al cuarto, está muy cabreado porque le obligan a ir a un pueblo de mierda a retransmitir una fiesta local totalmente estúpida en la que fingen hablar con una marmota que predice la llegada de la primavera. La película es toda una argumentación que intenta convencernos de que si no podemos cambiar el mundo, sí podríamos, al menos, mirarlo con otros ojos y llenar nuestras vidas de todo aquello que merece la pena.

Ya quisieran muchos dramas de esos petardos que reciben premios en los festivales -y que curiosamente casi nunca tienen banda sonora- ser la mitad de profundos que esta película. Es la maldición de este género. La comedia, salvo en casos muy puntuales –Billy Wilder, Woody Allen, los hermanos Coen y un etcétera muy cortito- es un género maltratado por la crítica y pocas veces reconocido por los cretinos que dan los premios.

Una de mis escenas favoritas

En este post quería recordar la memorable escena en la que Phil Connors -que ya se ha dado cuenta de que, haga lo que haga, siempre vuelve a despertarse en el mismo lugar, a la misma hora, en la misma fecha y con el insufrible I got you babe de Sonny & Cher- empieza a estar desesperado y busca en la bebida una forma de evasión. Termina emborrachándose con dos paletos del pueblo a los que les pregunta, casi a modo de pregunta retórica:
            -¿Qué haríais vosotros si estuvierais atrapados en un lugar y cada día fuera el mismo y nada de lo que hicierais importara?
            -Ese es el resumen de mi vida –responde uno de ellos.
Un rato más tarde, cuando dan por terminada la velada, Phil se ofrece como conductor para llevar a casa a sus dos compañeros de juerga. Dentro del coche tiene lugar el siguiente diálogo:
            -Quisiera haceros una pregunta –dice Phil.
            -Dispara.
            -¿Y si no hubiera mañana?
            -Si no hubiera mañana significaría que no habría consecuencias. Por lo tanto no habría resacas y podríamos hacer lo que quisiéramos -dice uno de ellos y se echan a reír.
            -Es cierto –concluye Phil-. Podríamos hacer lo que quisiéramos.

En ese momento Phil da un volantazo para subirse a la acera y reventar un buzón de correos. Dos policías ven lo que han hecho y salen tras ellos. Así comienza una alocada persecución. Phil intenta que los policías no les alcancen mientras no deja de despotricar contra todas esas órdenes que nos dan durante toda la vida para que seamos buenos y nos portemos bien. Es casi un monólogo que sus acompañantes escuchan atónitos porque no pueden dar crédito a lo que está pasando. Se salvarán por muy poco de morir arrollados por un tren y acabarán estampándose contra unos coches aparcados justo después de llevarse por delante un cartel gigante de la marmota, que para colmo se llama igual que el protagonista.

Phil acabará pasando el resto de la noche en la cárcel de la comisaría, pero, como ya esperaba, no pasará nada más porque al día siguiente amanecerá otra vez a la seis de la mañana del detestable y traumático Día de la Marmota en la cama del hotel que Rita, su adorable productora, le ha reservado.

Si no hubiera consecuencias

Lo normal es que no hagamos lo que queremos porque siempre hay consecuencias. Pero ¿y si no las hubiera? ¿Qué haríamos si pudiéramos hacer lo que quisiéramos sin que nos pasara nada malo?

Imagina que te tocan 20 millones de euros en el Euromillón. ¿Te importaría que te pusieran una multa por exceso de velocidad? ¿Te importaría que te pusieran una multa por fumar en un bar justo después de haberles echado el humo en toda la cara a los policías que habían ido a por ti? ¿Te atreverías a decirle a todos los gilipollas que te rodean lo que piensas de ellos? ¿Serías capaz de dejar a tu mujer y a tus hijos porque sabes que elegiste la opción equivocada? ¿Te despedirías del curro después de decirle a tu jefe que es un subnormal? ¿Dejarías de esforzarte en todo aquello que requiere mucho trabajo y te da pocos beneficios?

Y si, como por arte de magia, fueras inmune a todo lo que pudiera suceder:

¿Beberías hasta reventar sin miedo a la resaca?

¿Probarías esas drogas que siempre te han dado miedo?

¿Contratarías a una multitud de putas para organizar la orgía que nunca te atreviste ni a soñar?

O si eres mujer, ¿te buscarías a varios tipos que te penetraran por todos los agujeros de tu cuerpo porque siempre fantaseaste con esa posibilidad?

¿Le darías a alguien una paliza solo porque siempre pensaste que era lo mínimo que se merecía?

¿Te atreverías a cargarte a alguien porque crees que el mundo estaría mucho mejor sin él?

Desarrolla esta fantasía hasta que tu imaginación no dé más de sí. Descubrirás muchas cosas interesantes sobre ti. Sabrás hasta qué punto las leyes, las costumbres y la educación tienen amordazados y cautivos tus instintos más primarios. Sabrás también que siguen ahí, como un volcán dormido dispuesto entrar en erupción si se presenta la ocasión. Solo hace falta que no haya nada que perder, que sepas que no habrá castigo o que pienses que nadie se va a enterar de lo que estás haciendo.

domingo, 24 de abril de 2011

27 de abril: Día del Libro de "Hecho en Lavapiés"

Como el director de la colección "Hecho en Lavapiés" es de Bilbao y encima vive en Lavapiés, nosotros celebramos el Día del Libro cuando nos sale de los cojones.

Os animo a que no os perdáis esta lectura. Sobre todo por los compañeros que tendré ese día, que son de lujo, y por la presentación del nuevo libro de Ángel Petisme, que es algo que no hay que perderse.


sábado, 16 de abril de 2011

Cuentos con moraleja: El traje nuevo del emperador

Tarde o temprano tenía que caer en esta sección el clásico de Andersen. Con el mismo respeto que ponía él en las versiones que hacía de los cuentos clásicos intentaré hacer mi propia versión de su relato:
Érase una vez un emperador obsesionado con la moda. Pongamos que se llamaba Galiano. Al emperador Galiano le encantaba estrenar trajes nuevos, caros y elegantes con los que sorprender a sus súbditos. Era lo único que le importaba. Sus consejeros y ministros gobernaban su reino mientras él salía a pasear o iba al teatro con el único fin de que todo el mundo se quedara admirado de las galas que lucía en ese momento.
Un día llegaron dos pícaros a la ciudad y se hicieron pasar por unos prestigiosos sastres. Aseguraban que confeccionaban unos trajes espléndidos con una tela única en el mundo, una tela que no solo era de una calidad sin parangón, sino que además tenía propiedades mágicas. Para empezar, su belleza no podía ser contemplada por todo el mundo. A los ojos de los tontos o de los que tuvieran un cargo del que no fueran dignos la tela se hacía invisible.
Al emperador le fascinó la idea. Podría vestir unos trajes preciosos al mismo tiempo que descubría cuáles de sus subordinados no se merecían el cargo que les había concedido. Mandó llamar a los dos supuestos sastres y les pidió que le hicieran un traje. Los dos pícaros aceptaron el encargo a cambio de una gran suma de dinero y gran cantidad de seda y oro para adornar la tela. El rey no dudó en concederles todo lo que le pedían.
Un buen día decidió que quería saber cómo avanzaba el trabajo de los dos sastres, pero no se atrevió a ir a su taller. Por un momento pensó que cabía una remota posibilidad de que él no fuera digno de ser emperador y pudiera quedar en ridículo. Por eso decidió mandar primero a uno de sus más fieles ministros, un hombre sabio, viejo  y honrado que, sin duda, podría ver la tela y contarle con todo detalle cómo era el traje y si el trabajo estaba muy avanzado.
El viejo ministro fue al taller de costura y encontró a los dos sastres afanándose en los telares vacíos, con ovillos de hilo invisible y agujas que daban puntadas al aire sin descanso. Por un momento no supo qué hacer. Acababa de descubrir que no estaba capacitado para ser ministro o, mucho peor, que era un idiota. Los pícaros le trataron con mucha cortesía y le pidieron que dijera con toda sinceridad lo que pensaba de las ricas telas con las que confeccionaban el traje del emperador. El ministro, cuando logró salir del aturdimiento, optó por ensartar una retahíla de alabanzas sobre la riqueza del tejido y la belleza de los motivos y bordados que lo adornaban. Luego, totalmente confuso, salió de allí en cuanto pudo.
El viejo ministro le contó al emperador maravillas de la extraordinaria tela del traje y de los habilidosos sastres que trabajaban día y noche para complacerle.
En los días siguientes, el emperador envió a otros ministros y subordinados al taller de los dos impostores y les sucedió lo mismo que al viejo ministro. Todos, de igual manera, le contaron maravillas de la calidad del tejido y de los bordados que lo adornaban. Ninguno se atrevió a confesar que no lo había visto.
En la ciudad todo el mundo estaba expectante. Sobre todo porque deseaban descubrir cuál de sus vecinos no se merecía su puesto de trabajo o era tonto de remate.
El mismo emperador no pudo aguantar mucho más y terminó acudiendo al taller pocos días antes del desfile en el que pensaba estrenar el traje.
Al emperador Galiano se le hizo un nudo en el estómago cuando vio el telar vacío. Al principio no supo qué hacer y se quedó con los ojos como platos pensando cómo podría salir de aquella situación tan embarazosa. Mientras todos sus consejeros y ministros decían maravillas del traje que él era incapaz de ver, uno de los pícaros se le acercó y le preguntó si le pasaba algo. El emperador le dijo que no comprendía por qué le preguntaba eso. El falso sastre le explicó que no había sabido interpretar sus gestos y tenía miedo de que no estuviera satisfecho con su trabajo.
El emperador supo salir del apuro repitiendo las mismas mentiras que sus subordinados le habían dicho los días precedentes y que no dejaban de repetir en esos momentos. Para que no quedara duda de la satisfacción que le producía el traje decidió allí mismo conceder a los dos sastres un título honorífico, hacerles hijos adoptivos de la ciudad y pagarles más de lo que en principio habían acordado.
El día del gran desfile llegó y los estafadores se ofrecieron para vestir al emperador. Mientras le ponían con excesivo cuidado el supuesto traje que le habían confeccionado le explicaban que otra de sus cualidades prodigiosas era que no pesaba absolutamente nada. Era la tela más ligera que existía en el mundo.
Antes de salir de su vestidor, el emperador pasó un buen rato contoneándose delante del espejo. Veía su cuerpo desnudo, pero imaginaba lo impresionante que tenía que ser el traje basándose en las maravillas que contaban todos los que eran capaces de verlo.
Poco después el emperador ya estaba en la calle, desfilando altivo, mientras sus súbditos aplaudían entusiasmados para que nadie notara que no veían nada, excepto a su emperador en pelotas.
Tuvo que venir un niño a deshacer todo el hechizo. “¡Pero si ese señor está desnudo!”, gritó y se echó a reír.
La voz de la inocencia es muchas veces la voz de la lucidez. Toda la gente que estaba cerca del niño lo comprendió en ese momento. El niño decía la verdad. Todos se pusieron a gritar que el emperador iba desnudo y empezaron a reírse de lo grotesco que resultaba desfilar desnudo por las calles con aquella prosopopeya.
Solo el emperador, sus consejeros áulicos y sus ministros lameculos mantuvieron el tipo y -aunque todos comprendían, hasta el mismísimo emperador, que era verdad lo que decían- continuaron el desfile como si no pasara nada. El emperador Galiano incluso levantó más la cabeza y quiso convencerse de que todos los que se reían no eran nada más que unos idiotas.

Probablemente sea uno de los mejores cuentos que se han escrito no solo por lo divertido que es, sino también porque nunca ha dejado ni dejará de estar vigente. El cuento nos quiere decir que no debemos creer que algo es verdad solo por el mero hecho de que todo el mundo lo cree.
De este cuento te acuerdas siempre que se impone alguna moda horrorosa, o cuando todo el mundo compra el mismo producto inservible que a los pocos meses acaba en la basura, o cuando el fútbol se convierte en tema de interés nacional hasta el punto de que el presidente del Gobierno y su portavoz tienen que decir lo que piensan del próximo Real Madrid-Barça, o cuando los idiotas defienden la tauromaquia, o cuando los que no creen en Dios acuden a los cursillos que les permitirán casarse por la Iglesia, o cuando la gente desfila en procesión llevando sobre sus costillas enormes tallas policromadas de cristos, santos y vírgenes, etc.
Ayer me acordé del cuento hablando con un compañero de trabajo. Nos despedíamos hasta después de vacaciones y nos preguntábamos a qué íbamos a dedicar nuestro periodo de asueto. Por hacer la broma le pregunté si acaso parte de su tiempo iba a dedicarla a acarrear santos por las calles. Mi compañero no pudo evitar echarse unas risas para terminar preguntándome si no me parecía ridículo y absurdo todo eso de la Semana Santa. Lo decía riendo pero serio, como si no pudiera creerse a sus cuarenta y pico años que la gente no hubiera llegado a la misma conclusión que él.
Podíamos haber iniciado un debate sobre lo difícil que es cambiar los ritos de una civilización y habernos remontado a los primeros tiempos del cristianismo, en los que los mismos cristianos tuvieron que adaptar sus ritos y creencias a las que ya existían; o haber comentado lo incomprensible, incoherente y demencial que resulta que los católicos intenten convencernos de que su religión politeísta -que tiene un dios que en realidad son tres rodeado de una multitud de santos y vírgenes a veces más poderosos que el mismo dios- es en realidad una religión monoteísta. Pero no dijimos nada más y nos despedimos con prisa por empezar nuestras vacaciones cuanto antes.
Luego me quedé pensando qué sencillo es ver para el que tiene ojos y los quiere usar. Y me acordé de este cuento y pensé que había llegado el momento  de escribirlo en mi blog. Y no pensé en hacer nada más. Porque también es ridículo hacer una procesión atea o intentar convencer a alguien de que una tradición es estúpida. Cuando alguien tiene una convicción arraigada es normal que no se avenga a razones. Ya dijo Nietzsche que las convicciones son cárceles. Si intentas razonar con personas así o te ríes de la absurdidad de sus costumbres, lo más fácil es que reaccionen como el emperador y se reafirmen aun más en sus posturas.
A mí, de cualquier forma, no me molesta la Semana Santa ni los pasacalles dramáticos y gores con que nos deleitan. Hace años que no veo ninguno. Y si a veces los tambores pueden incordiar un poco, a lo lejos, no es mayor molestia que cuando pitan los coches a altas horas de la noche porque su equipo de fútbol ha ganado algún título. Molestias inevitables de la vecindad a las que hay que quitarles importancia.
Desde hace un tiempo vivo bastante feliz porque en mi país, en mi España, en la que yo vivo y comparto mi vida con las personas que me importan, no hay procesiones, ni corridas de toros, ni casas reales, ni programas de Telecinco, ni elecciones a las que ir a votar a dos tontos muy tontos… Y aunque nuestros políticos sigan prohibiendo casi todo lo que es divertido o me bajen el sueldo por culpa de su incompetencia, yo vivo en una España cada vez mejor.