miércoles, 28 de abril de 2010

Escenas memorables: Forrest Gump

Muchas escenas y frases de Forrest Gump forman hoy parte del imaginario colectivo. Todo el mundo conoce lo de “la vida es como una caja de bombones” o lo de “tonto es el que hace tonterías”. La imagen de Forrest en el banco dándole la chapa a todo el que se sienta a su lado también es un icono cinematográfico que ha quedado. Si vais a algún restaurante Bubba Gump en Estados Unidos, veréis que toda su decoración, marketing y merchandising está basado en la película, aunque han pasado más de 15 años desde su estreno. Forrest Gump es una película de las que perviven. A mí hay una escena que, particularmente, siempre me vuelve a la memoria.

Pero antes de contarla, no puedo evitar hablar de la película. Nunca entenderé por qué un montón de alternativos gafapastas y presuntos cinéfilos de pacotilla la desprecian. Supongo que son los mismos que odian todo lo que es “comercial”. Esa gente que padece animadversión por las mayorías, que abomina de todo lo que sale en los 40 Principales y luego defiende a capa y espada cualquier mierda con la que te salpican desde Radio 3.

Forrest Gump es una película que te emociona y te hace reflexionar. Y, sin profundizar, eso es cierto (no olvidemos que es cine), despliega sobre el tapete un montón de sentimientos y pensamientos universales: la crueldad de la sociedad, la lucha por la supervivencia, la superación personal, la guerra y la paz, el amor puro e incondicional, la discriminación de los que son distintos, el destino y el azar...

Es una película que te lleva de las situaciones más divertidas a los momentos más dramáticos y dolorosos. Solo la ternura atenúa un poco la dureza de ciertas partes. Y la sátira, esa visión (o revisión) irónica de la historia de la gran nación americana en la segunda mitad del siglo XX. Una sátira ciertamente amable, pero no por eso menos efectiva. Es el humor cervantino: esa risa condescendiente que se burla del mundo sin resultar hiriente porque se sabe juez y parte.

No me suelen gustar las películas con voz en off en primera persona, pero hay excepciones. Aquí está totalmente justificada porque te ayuda a ver la realidad desde los ojos de un muchacho corto e ingenuo que apenas entiende el mundo que le rodea. Sólo en algunas novelas excelentes he encontrado algo comparable en este sentido: “Claus y Lucas” (el mundo visto por los ojos de unos niños crueles) o “El curioso incidente del perro a medianoche” (una visión del mundo por boca de un niño autista).

Mi escena preferida es esa en la que Forrest, después de quedarse solo tras la inesperada partida de su querida Jenny, se echa a correr. Porque le apetecía correr, sólo por eso. Y ya que estaba corriendo pensó que podría llegar hasta el final del camino y, una vez allí, que podría ir hasta el final del pueblo, y luego que sería posible llegar hasta el final del condado, y del estado de Alabama, para continuar hasta llegar al océano. Un océano que le obligaba a dar la vuelta, pero que le ofrece la oportunidad de atravesar todo el país hasta llegar al otro océano. Y así, de esa forma tan absurda, se pasa más de tres años de su vida. Corriendo sin más, con los paréntesis justos para comer y mear y cagar y dormir. Una carrera absurda que ni él mismo entiende, pero que los demás no dejan de buscarle sentido. El pensamiento del hombre es teleológico: nos empeñamos en buscarle una finalidad a todo lo que ocurre. La hazaña de Forrest Gump ha de ser un gesto, una protesta, una manifestación por algo, bien en contra de las armas nucleares, bien a favor de la paz mundial o de la defensa de los animales. Eso piensan todos los que se unen a él en su épica carrera. Forrest no se molesta en desengañarlos, aunque sabe que sólo corre porque “tenía ganas de correr”. Por eso, un buen día, de forma inopinada, lo deja sin más. Se detiene y les dice a sus acólitos: “Estoy muy cansado. Creo que me iré a casa”.

A mí la vida en muchas ocasiones me parece una carrera tan absurda y tonta como la de Forrest Gump. Nos pasa a todos los que no comulgamos con ningún credo ni esperamos que venga a redimirnos ninguna ideología. A veces, como Forrest, me detengo e intento dejarlo, pero yo no tengo casa a la que volver y, después de un momento de parón, solo se me ocurre reiniciar la carrera. Supongo que hago lo que hago y voy a donde voy porque no tengo nada mejor que hacer ni un sitio mejor adonde ir.

domingo, 11 de abril de 2010

Cuentos con moraleja: el chiste del que pintaba carreteras

El protagonista de este chiste puede ser cualquiera que sea un poco bruto. Se podría contar, por ejemplo, con uno de Bilbao. Aunque yo, por ser manchego, siempre lo cuento en su versión de chiste de Tomelloso:

Hace muchos años, antes de que la mecanización acabara con muchos oficios, pintaban las carreteras a mano. Era un trabajo arduo y lento para el que se buscaban los mejores pintores de brocha gorda de España. Un día contrataron a un tomellosero y, como a todos los nuevos, le dijeron que durante una semana estaría de prueba. El primer día se pintó él solito 100 kilómetros. Los encargados no podían dar crédito y esperaron expectantes a ver qué hacía en los días siguientes. Quizá tal proeza solo había sido el alarde del principiante que quiere hacer méritos. Era muy difícil que mantuviera el listón tan alto durante toda la semana. Se equivocaron. El martes, el miércoles, el jueves y el viernes volvió a repetir el mismo resultado. Ya no tuvieron dudas, se reunieron con él y le ofrecieron un contrato fijo y muy bien remunerado con el fin de que no se fuera a trabajar a otro sitio. La segunda semana bajó un poco el rendimiento: su media por día fue de unos 70 kilómetros, lo que no dejaba de ser una barbaridad. Sus jefes pensaron que, como era lógico, se había relajado un poco después de haber conseguido el contrato fijo. Aunque, de cualquier manera, seguía teniendo una marca imbatible y era el pintor más rentable que habían visto en su vida. En la tercera semana su mejor resultado no pasó de los 50 kilómetros por día. En la cuarta semana no llegó a los 30. En la quinta semana ni siquiera a los 20. Los encargados, muy ofendidos, lo llamaron para hablar con él y cantarle las cuarenta. ¿Se pensaba que era funcionario? ¿Se creía que les podía tomar el pelo después del contrato tan ventajoso y bien remunerado que le habían ofrecido? ¿Podían hacer algo para que volviera a ser el mismo? ¿Había alguna justificación consistente para esa progresiva y drástica bajada de su rendimiento? ¿¡¡Por qué cojones había sido capaz de pintar 100 kilómetros los primeros días y ya no llegaba ni a los 10!!?
-No te jode –respondió el tomellosero-, a ver si se piensan ustedes que el bote de pintura me pilla igual de cerca que el primer día.


A veces pienso que mi vida se parece mucho a la del tomellosero. Demasiado lastre que me obliga a estar constantemente volviendo hacia atrás. Mi vida ya no corre de forma tan vertiginosa como cuando era más joven. Entonces andaba liviano y ligero y todo era nuevo para mí. Ahora me cuesta mucho más trabajo avanzar. No puedo apenas escuchar discos actuales porque dedico mucho tiempo a todos los que he ido coleccionando a lo largo de estos años. Ya no leo tantos libros nuevos porque de vez en cuando me apetece releer alguno de los libros que atesoro. Tampoco tengo inquietud por conocer nuevos campos de estudio ni por aprender nuevas lenguas. Bastante tengo con tener que repasar constantemente lo que estudié hace mucho tiempo en la universidad o en el instituto (historia, arte, filosofía…) y con el inglés, ese idioma del demonio que por más que me esfuerzo no consigo comprender ni articular en cuanto me suben el nivel. Demasiado tiempo recorriendo las sendas que he pateado una y otra vez. Si mi vida no está completamente detenida, al menos sí está ralentizada. En el terreno personal las cosas no son mucho mejores. A veces conozco a personas interesantes y me veo obligado a descartarlas como posibles amistades porque el poco tiempo libre del que dispongo tengo que dedicarlo a reencontrarme con los viejos amigos, esos que un día compartieron un momento crucial de tu vida y se separaron de ti por culpa de la inexorable diáspora vital.

A veces se me pasa por la cabeza la posibilidad de dejarlo todo atrás y no volver a buscar el bote de pintura medio seca que tanto cuesta alcanzar. Para seguir hacia adelante sin volver la cabeza, en busca de un bote nuevo que esté más a mano. Es entonces cuando pienso en quemar todos los libros de mi biblioteca. En enterrar mis álbumes de fotos. En machacar todos mis CD’s y borrar todos los mp3 pirateados. En formatear mi ordenador para que vuelva a estar como el día que lo compré. Con los amigos y con la gente que me quiere y a la que quiero no sería tan drástico. Les ofrecería venirse conmigo. Y no dejaría atrás a nadie que estuviera dispuesto a andar al mismo paso que yo.