domingo, 28 de marzo de 2010

Mi padre y el conocimiento

Nada de lo que me enseñó mi padre me ha servido para nada y, sin embargo, estoy convencido de que su forma de educarme es la responsable de mi interés por el conocimiento humanístico. También sé que él me enseñó, con su ejemplo, a pensar en libertad.

Mi padre murió hace casi dos decenios, pero todavía está muy presente en mi vida. Es una presencia dialéctica que todo lo pone en cuestión. Mi padre es un personaje complejo, paradójico y contradictorio del que podría hablar bien o mal. En algunos aspectos me parece un ser humano ejemplar; en otros, un verdadero despropósito vital. Pero no he venido a hacer un retrato suyo (mucho menos un juicio), sino a recordar que todo lo que me enseñó no me sirvió para nada en cuanto abandoné el pequeño universo en el que vivíamos.

Mi padre era un niño de la posguerra que había comido mucho pan negro y que no había podido ir a la escuela nada más que un par de años. En cierta medida, toda su formación era autodidacta. Se sacó el graduado escolar por su cuenta y leyó lo mucho o poco que cayó en sus manos. Era un agricultor excéntrico y bastante ilustrado, aunque su formación fuera caótica, desestructurada y tuviera algunas lagunas imperdonables. Su memoria era portentosa. Recuerdo que nos fascinaba que supiera las respuestas a innumerables preguntas de los concursos de la televisión. Mi hermana mayor y yo alguna vez mandamos cartas para que lo llamaran como concursante, pero no tuvimos suerte. Le gustaban los libros de historia y los ensayos de cualquier materia humanística. Las matemáticas también, pero solo por afición a la lógica y a resolver problemas como resolvía crucigramas. Este hombre fue el que no me enseñó nada de provecho.

Mi padre no daba lecciones. Ni siquiera hablaba de su vida pasada. Vivía exiliado dentro de sí mismo y se mantenía, a duras penas, con lo poco que sacaba de las escasas tierras que a veces se olvidaba de labrar. No recuerdo que nunca me trasmitiera ninguna enseñanza de tipo moral. Por ejemplo, nunca me habló mal de la religión, aunque él se negó siempre a ir a nuestros bautizos y comuniones por su acérrimo odio a la Iglesia. Incluso estuve un tiempo siendo monaguillo y no dijo ni mu. Sé, por gente que le conoció, que le gustaba hablar de política, pero en mi casa no comentaba ni los telediarios. Tampoco habló nunca de la Guerra Civil ni de nada relativo a su ideología política. Crecí con un montón de dudas, pero con una libertad absoluta para elegir dónde posicionarme en cuestiones políticas o religiosas. A eso le llamo yo educar a una persona en libertad.

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¿Qué me enseño, pues, mi padre? Un montón de conocimientos baladíes que solo tenían sentido dentro de su reducido universo rural. Desde pequeño me enseñó todos los nombres de los caminos que recorríamos con el tractor: camino Los Moledores, carril de La Casa don Pedro, camino Madridejos, camino Las Peñas, etc. Así como otros puntos geográficos de interés local: el cerro Cabeza Gorda, los Jijarrales, el Calaminar, la Lagunilla de la Sal, el Dotor… También puso interés en enseñarme botánica. Con él aprendí los nombres de todas las malas hierbas, que son los enemigos naturales del agricultor: toba, cardo borriquero, pincho colorinero, cardencha, salicor, oruga, carrigüela, grama, abrojo… Un inventario de nombres donde se mezclaban los términos recogidos en las enciclopedias y las creaciones autóctonas. Lo mismo hizo con los nombres de los pájaros o de los insectos. Ni siquiera me enseñó a diferenciar las clases de uvas manchegas, que seguro que las conocía bien. En su lugar creó una terminología propia que no se entendía saliendo de mi casa. Teníamos uvas de todo tipo y él las denominaba sin un sistema claro y coherente. Algunas veces por el tamaño del fruto y otras mismamente por el nombre del individuo que le había pasado los sarmientos para los injertos. Nunca se escucharon en mi casa palabras como tempranillo, garnacha o cabernet sauvignon. Todo lo más que aprendí fue a diferenciar las tintas de las blancas, y, como mucho, éstas de las moscatel, que tenían un sabor horrible. Daba un poco lo mismo: las echábamos juntas al mismo remolque. Por cultura general alguna vez me enseñó los términos de los antiguos aperos de labranza, los que hizo desaparecer la mecanización y se fosilizaban bajo el polvo y el óxido en nuestras cámaras. Esos los he olvidado en su mayoría, aunque sé qué es una trilla, un yugo, una hoz y para qué servían los dediles de segar. Supongo que recuerdo mejor algunos términos por su aparición en ciertos textos literarios que él mismo me trasmitió. Pura literatura tradicional que llegó a mí de forma oral y que aún guardo en mi memoria. Como botón de muestra, un poema del mundo al revés que le gustaba especialmente:

Jamás había visto yo
lo que vi esta mañana:
una gallina trillando
y un ratón volviendo parva,
y en lo más hondo del mar
un burro sacar patatas
con la cola y sobrasar.

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Yo odiaba el campo: el frío, el sol, la lluvia, los dolores de espalda, los callos, los bichos, mancharme de tierra, tragar polvo, vivir en la miseria. Me he pasado la mitad de mi vida haciendo todo lo posible para no volver allí. Por eso todo lo que aprendí con él no me ha valido para nada. Para mí esos conocimientos no son más que recuerdos de un mundo perdido: el vocabulario, la ornitología, la botánica, la entomología y la geografía de un mundo que desapareció tras un cataclismo.

Lo curioso es que, ahora que estoy cerca de los cuarenta años, me doy cuenta de que mi forma de entender el conocimiento no es muy distinta a la de mi padre. Pude estudiar algo práctico, alguna carrera técnica o que al menos tuviera algún tipo de aplicación que no fuera especulativa, y no quise hacerlo. Mi interés ha estado siempre centrado en los saberes humanísticos: historia, lingüística, música, literatura y filosofía principalmente. Saberes que no tienen ninguna utilidad más allá de mis clases o de las cuatro paredes de la habitación donde me encierro a leer. Si acabara perdido en una isla desierta, todo lo que sé no me serviría para nada. Si me fuera a vivir a un país oriental, casi nada de lo que sé me sería útil. Todo lo que me he esforzado en aprender sirve para muy poco: la lista de los reyes de España desde los Reyes Católicos hasta hoy, las conjunciones de las oraciones coordinadas copulativas, la bibliografía más adecuada para estudiar lírica medieval, las declinaciones latinas, los tipos de estructuras más recurrentes en los textos argumentativos, la vida de Espronceda, las etapas en la obra poética de Juan Ramón Jiménez, los grupos más destacados de la psicodelia pop de los sesenta, las teorías de Aristóteles sobre el conocimiento, las distintas versiones sobre los motivos que provocaron la Guerra Civil… Por no hablar de mi interés por la literatura, que es el mundo de la pura ficción. Nada de lo que me he esforzado en aprender tiene algún tipo de aplicación práctica. Soy igual que mi padre, que siempre puso más interés en saber el nombre de las malas hierbas que en arrancarlas.

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Si busco en mi memoria algún momento en el que mi padre me animara a estudiar, no lo encuentro. Tampoco intentó disuadirme de que lo hiciera. Nunca me dijo qué era lo que tenía que hacer porque sabía que mi vida no le pertenecía, al contrario de lo que muchos padres de hoy piensan de la vida de sus hijos. No fue dejadez de padre, sino una forma de educar probablemente bastante meditada. Hace poco me enteré de algo que confirma esta teoría. Por lo visto, a uno de sus mejores amigos le contaba, cuando mis hermanas y yo éramos pequeños, que él nunca nos aleccionaba en cuestiones religiosas para ver adónde nos llevaba nuestro propio raciocinio. Dejó que mi madre y mi abuela nos educaran en la religión católica sin entrometerse. Así, si salíamos religiosos, ya sabría él que, intelectualmente, no podría esperar mucho de nosotros. Por saberlo nada más, que eso no iba a provocar que nos quisiera menos. Creo que mi padre respetaba la creencia en Dios siempre que este dios no tuviera nada que ver con ninguna de las religiones que existen en el mundo. No podía comprender que hubiera gente que se tragara esas patrañas absurdas que se desmontan con poco sentido común que tenga un homo sapiens. Que la gente creyera las supercherías del Papa de Roma, de los testigos de Jehová o de los seguidores de Mahoma solo le resultaba tolerable si pensaba que el creyente era un imbécil. Las personas con carrera que creían en Dios para él no eran nada más que un montón de tontos con estudios. En ciertas cuestiones era demasiado taxativo y maniqueo. Yo, siendo un poco de la misma cuerda, soy más tolerante. Creo que la gente cree en ciertas religiones no solo por falta de neuronas, sino por miedo. No solo el miedo a lo que vendrá después de estar muertos, sino el mismo miedo ontológico de estar aquí y no entender por qué. Algunas de las ideas que mi padre tenía respecto a la religión las sé porque en los dos o tres últimos años de su vida -cuando él podía ir viendo que no era tan tonto como presagiaban los devaneos religiosos de mi tierna infancia- sí tuvimos alguna que otra charla más o menos filosófica, aunque siempre desde la pura elucubración. Nunca intentó inculcarme sus ideas, más bien se trataba de compartirlas con alguien para no sentirse tan solo como siempre estuvo.

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El único consejo vital que me dio muchas veces mi padre, zumbón como era cuando estaba de buenas, fue que me hiciera pastor. Estar solo en mitad del campo con las ovejas sin soportar la estupidez, los afanes y la vanidad de los seres humanos tenía que ser para él lo más cercano a la felicidad que podía imaginar. Pero no era nada más que una broma intelectual que le venía de haberse pasado media vida leyendo a Epicteto, a Marco Aurelio y a Boecio.

viernes, 12 de marzo de 2010

Mitos

Cada civilización reescribe la historia y la hace suya. Eso es un hecho. Lo sorprendente es que en cada momento los historiadores y estudiosos que la reescriben creen estar en posesión de la verdad.

Recuerdo haberme reído bastante hace muchos años leyendo la enciclopedia que mi padre llevaba a la escuela en la Posguerra. Era descacharrante. En la universidad viajé más atrás en el tiempo. Leí muchos fragmentos de crónicas medievales donde la historia y la leyenda formaban una amalgama inextricable. Leer los libros de historia de otras épocas me producía hilaridad, entre otras cosas porque estaba convencido de que en la forma de contar la historia había un progreso imparable sustentado en bases científicas, que hacía que día a día fuera más fidedigna.

Ahora que tengo una edad y puedo comparar los distintos libros de texto de las distintas etapas que he vivido empiezo a tener serias dudas de que haya algo de verdad en todo lo que contamos en las clases de historia, algo más allá de los hechos, mondos y lirondos, que puedan justificar ciertos documentos o ciertos restos arqueológicos.

La mera observación de la realidad me hace comprender lo difícil que resulta contar la verdad. Ni siquiera nos ponemos de acuerdo a la hora de interpretar los hechos más recientes. Siempre hay como mínimo dos versiones: la del vaso medio lleno y la del vaso medio vacío. Y no vale con decir que está por la mitad porque vendrá alguien a preguntarte si falta medio vaso de agua o es que sobra la que hay.

Empecé a darle vueltas a todo esto hace unos días. Encontré mi libro de Literatura de 3º de BUP y me puse a echarle un vistazo. Entonces comprendí por qué no recordaba haber estudiado a Lope de Vega en el instituto. No venía en mi libro. Un genio eliminado por una decisión editorial. La realidad es demasiado extensa como para poder contarla de forma pormenorizada. En la selección está la trampa. Y más importante que lo que aparece es lo que no aparece.

Mirad en los huecos. Buscad las omisiones.

Esto me llevó a cotejar otros libros de Literatura de mi etapa de estudiante con los que manejo ahora como profesor. A veces los contenidos son idénticos, pero no los huecos. Hay autores que han desaparecido y otros nuevos que antes no venían. También me di una vuelta por algunos libros de Historia de España que estudié en la facultad. Me sorprendió encontrar muchos enfoques distintos a los que actualmente aparecen en los libros de texto. Los personajes no cambian, pero a veces sí los papeles: los malos, los buenos, las víctimas, los verdugos.

Los profesores trasmitimos los contenidos de los libros de texto y solo nos permitimos cuestionar algún apartado si da la casualidad de que trata de un tema en el que tenemos cierta especialización. Para tener un juicio elaborado sobre una época hay que estudiarla de forma muy exhaustiva. Es imposible que un profesor de instituto pueda tener un juicio propio y contrastado sobre todos y cada uno de los temas que se tratan enseñando historia.

Utilizo la historia de España como marco para mis clases de historia de la literatura. Disfruto mucho en esas clases. Y más desde que he descubierto que soy algo parecido a un cuentacuentos. Transmitimos cuentos que sirven para entender nuestra tradición y nuestra cultura.

Mitos. Nada más que mitos.

Toda civilización necesita una historia sobre la que asentarse. Da igual la historia que sea. Las matemáticas pueden ser más o menos universales. La historia en cada país es distinta. Tiene sus propios héroes, sus traidores, sus victorias, sus derrotas, sus periodos álgidos, sus depresiones. No importa que esta historia sea más o menos inventada. Escribimos la historia que queremos contar para que lo que hacemos ahora parezca una continuación con cierto sentido. Muchas veces para tener la sensación de que hemos progresado, de que somos tan listos que ya no volveremos a cometer los mismos errores que nuestros antepasados. Literatura pura y dura.

Literatura necesaria que sirve de cimiento para edificar nuestro futuro. La literatura es la base de las civilizaciones. Ahí están los judíos de Israel, que ocuparon un país porque leyeron en la Biblia que Dios les había regalado esa tierra.

Los cuentos son mejor que el vacío absoluto, que la duda ontológica que todo lo cuestiona. Toda sociedad necesita una historia más o menos ficticia que justifique su presente. Y a mí me pagan para que la haga amena, entretenida, soportable. Trabajar de cuentacuentos es algo gratificante. No hay ironía en mis palabras. Es imposible encontrar la forma objetiva de contar la historia, pero es apasionante formar parte de los que transmiten la versión más adecuada para este tiempo y este lugar. No todos los profesores la contamos de la misma manera. El que más y el que menos la adapta a sus convicciones y a sus intereses. Solo la literatura puede ofrecernos esa libertad.