viernes, 20 de noviembre de 2009

Fiesta

El fascismo tuvo muchas modalidades (germana, italiana, española), pero siempre era lo mismo: la imposición de un pensamiento único. El dogma y la intolerancia.

Yo no veo tan raro que haya gente que eche de menos esa forma de entender el mundo. Al fin y al cabo hay gente muy limitada. La multiplicidad de pensamientos, de opiniones, de perspectivas solo nos puede conducir a una conclusión: el mundo es absurdo. Y si no lo es, al menos los seres humanos estamos incapacitados para comprenderlo. Hay gente que tiene miedo a todo lo que no se sujeta a una norma, a todo lo que no responde a ninguna explicación. Hay personas que tienen miedo de que los axiomas que creen irrefutables no sean nada más que convenciones.

Los que podemos vivir en un mundo arbitrario siempre lucharemos contra toda imposición incuestionable. Nosotros no echamos de menos el fascismo. Ni defendemos los regímenes comunistas, que no son nada más que otra manera de imponer el pensamiento único. Las utopías se acabaron. Después de tantas derrotas y tantos dislates revolucionarios hemos llegado a la conclusión de que al ser humano no lo cambia ni su puta madre. Y lo aceptamos con resignación. Pero al menos que nos dejen expresarnos en libertad. Si la vida es una mierda, que nos quede el gusto de poder cuestionarla.

Hoy el enemigo es el pensamiento de lo políticamente correcto. Es fiero, pero da menos miedo que los gusanos uniformados que provocaron una guerra civil en el 36 y los torturadores con sotana que idiotizaron durante cuarenta años este país.

De alguna manera todos podemos celebrar hoy el 20N. Llevamos 34 años de fiesta.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Qué bien pensado está el mundo: la muerte

Y es que tú imagínate que aquí no la palmara nadie. Sería un caos. No cabríamos. Por no pensar en las pensiones que íbamos a tener que pagar. Sería imposible mantener a tantos jubilados. Peor aún: tendrían que retrasar la edad de jubilación. Hasta el infinito probablemente. Claro, que no habría trabajo para tanta gente. Súmale a los parados que hay ahora toda la demografía de las próximas generaciones. Y añade luego a los enterradores, que se quedarían en el paro. Y a los forenses. Serían oficios desaparecidos, como los de esquilador de burros o vendedor de discos. La muerte, o mejor dicho, la ausencia de la muerte le quitaría emoción a casi todo. ¿Qué sería de las corridas de toros si no existiera la posibilidad de que el torero saliera con los pies por delante? No tendrían gracia. Todos los deportes de riesgo perderían algo. La ruleta rusa no sería más emocionante que el parchís. Eso sí, coyunturalmente tal vez no fuera tan negativo. Habría que construir muchas viviendas y el negocio de la construcción reflotaría. Sería un no parar. Una nueva época dorada para el ladrillo. Los albañiles volverían a ganar dinero a espuertas. Las economías municipales serían de nuevo boyantes gracias a los chanchullos y a las adjudicaciones fraudulentas de terrenos recalificados. Los políticos se llenarían los bolsillos con comisiones ilegales y andarían todo el día de buen humor, y no como ahora, que van con caras largas y se pasan el tiempo tirándose los trastos a la cabeza. Los paletos que no quisieran estudiar siempre podrían soñar con triunfar en la vida haciéndose constructores. Y los notarios serían inmensamente ricos gracias a los innúmeros contratos de compra-venta de viviendas que nunca incluirían la abultada parte en B. La construcción sería incluso la solución para todos los enterradores y toreros y forenses y vendedores de discos que hubieran perdido su empleo. Hasta que lo petáramos todo de casas, mansiones y bloques de protección oficial, claro. Llegaría un momento en que no cabría un alfiler en el planeta ni habría suelo que recalificar. Con el suelo se acabaría el trabajo. Los ayuntamientos subirían los impuestos para compensar el desastre de la construcción y la gente tendría que dar todo lo que tiene por seguir en su casa. Y nadie podría huir al campo. Habría urbanizaciones hasta en la cima de los ochomiles. No habría sitio para los anacoretas y ermitaños. Y todo se iría a tomar por culo el día que la gente no tuviera dinero para pagar las letras y los impuestos. Los cuerpos de seguridad del Estado tendrían que ir a detener a los morosos, aunque no sabrían qué hacer con ellos. No habría terreno para edificar cárceles. Tampoco podrías condenar a nadie a muerte. Ni siquiera existiría el debate de si estás o no a favor de la pena de muerte. Sería como si debatiéramos hoy si estás o no a favor de que llueva para arriba. Aunque todo esto de la justicia pronto dejaría de ser un problema. En cuanto se acabara el dinero para mantener a la guardia civil, la policía, los jueces y demás leguleyos. Entonces llegaría el momento de matarnos a hostias. En sentido figurado, claro. Ni la hostia más grande del mundo podría matarte. Y del caos no se iba a salvar ni dios. Hasta los curas se quedarían en paro y, por supuesto, en la puta calle. Las iglesias habrían sido convenientemente parceladas para sacar un montón de apartamentos. Nadie creería en ningún ente divino. Se acabaría el chollo del cielo y el infierno. A la gente se la sudaría que Dios existiera o dejara de existir. Total, no lo iban a ver nunca. Ya no existiría el Día de Todos los Santos, lo que acabaría con el negocio de los floristas, que hacen en esas fechas la mitad de la recaudación del año. Tampoco habría Halloween, ni debate sobre si debemos aceptarla como fiesta o rechazarla como costumbre foránea y bárbara. Sería un golpe duro para los vendedores de disfraces, que se quedarían casi tan tocados como los floristas. Algunas cosas buenas también habría. Por ejemplo, ya no habría más guerras. O, de haberlas, no tendrían víctimas mortales. ¿Y qué sentido tendría una guerra en la que no puedes matar ni amenazar con hacerlo? No merecería la pena. Eso sí, las consecuencias de este hecho no serían nada positivas para la economía: más gente al paro. Para empezar, los soldados. Y luego todos los que se dedican al negocio de la guerra, empezando por los que fabrican armas y terminando por las empresas que se encargan del abastecimiento y de la recuperación de los países devastados. Se me ocurre otra ventaja: ya no podría haber terroristas suicidas. Tendrían que aterrorizar al personal con otras fórmulas. Yo qué sé, dando collejas a diestro y siniestro, tirándose pedos en los ascensores, escupiendo en los bancos de la plaza o leyendo en público columnas de Juan Manuel de Prada. Lo que me pregunto es contra quién actuarían estos terroristas. A estas alturas no habría clase política ni nada parecido. Nadie querría tener la responsabilidad de poner orden en un mundo tan disparatado. Y lo que sería más arduo: nadie sabría de dónde sacar el dinero suficiente para mantener a todo el funcionariado. Probablemente la mayoría de los políticos se harían terroristas y andarían de acá para allá con sus collejas, sus pedos, sus gargajos y sus textos pedantescos y fascistoides. Daría igual que no hubiera recursos alimenticios o agua. No podrías morirte de ninguna manera. Más acuciante sería el problema de la vestimenta. Porque que no te mueras no significa que tengas que pasar frío. O el problema del combustible. Todo el mundo querría ir en coche. No habría normas ni límite de velocidad ni nada. La DGT no podría decir que las multas eran para reducir el número de muertes en carretera. Se quedaría sin argumentos. Sería un mundo tan terrible que deberíamos estar agradecidos de que exista la muerte. Después de este desbarre tan espeluznante casi que querría morirme en estos momentos, aunque solo fuera por ver que se puede. Este año leí que le habían dado el Nobel de Medicina a tres biólogos norteamericanos que habían descubierto cómo hacer que las células no envejezcan. Yo les habría dado una paliza. Los científicos, que de nunca han mirado consecuencias, terminarán inventando algo para que no nos muramos nunca y la cagaremos. La muerte es una cosa estupenda. Y no digo que es divina porque si hubiera un dios responsable habría que preguntarle si no podía haber inventado una forma menos traumática de finiquitar la existencia. Así que se acabaron las lágrimas en los entierros y las plegarias al cielo para que no se lleve a los nuestros. Nunca entenderé que los cristianos tengan miedo a la muerte si tan seguros están de que les espera el paraíso celestial. ¿No será que casi todos tienen la certeza de que van a ir de cabeza al infierno? Miedo a la muerte debería tener yo, que no creo que haya nada después de este infierno. Me queda el consuelo de saber que no morir sería algo mucho peor.