martes, 15 de septiembre de 2009

Zombis

“En ocasiones veo muertos.”
El sexto sentido

Me fui de mi pueblo hace casi veinte años. Y no es tanto que me fui como que huí. La adolescencia en mi pueblo tiene que ser la etapa más oscura de mi biografía. Tengo muy pocos recuerdos buenos de aquella época. Si dejamos aparte esos maravillosos momentos en los que soñaba con irme de allí.

Con el tiempo he descubierto que mi pueblo no es tan terrorífico. Lo que sucede es que a mí no me gustan los pueblos como no sea para dar una vuelta en plan turismo rural. No viviría en ninguno.

La relación que mantengo con mi pueblo, de cualquier forma, es de amor-odio. Observad que después de llevar varias líneas todavía no he dicho ni cómo se llama. A veces me cuesta decir hasta su nombre. Miradlo en Google, que sale por ahí. El caso es que voy poco. A ratos echo de menos a algunos amigos, pero a veces me las ingenio para quedar con ellos en Toledo, en Madrid o en donde sea. Sin embargo, tengo que reconocer, en honor a la verdad, que los tres o cuatro días al año que voy a mi pueblo me lo paso bastante bien: Nochebuena, la Feria, algún día de verano... Suelen ser visitas relámpago, de un solo día. Breves pero intensas. El tiempo se me escapa de las manos saludando a unos y a otros mientras hacemos la ronda de bares de rigor. Las bebidas espirituosas también echan una mano, que todo hay que decirlo.

Llevo varios años sin faltar a la Feria. Siempre en el sábado de Feria, aunque este año el sábado era la víspera del inicio de las fiestas y era un pelín más soso. Todos los últimos años me viene sucediendo lo mismo: tengo visiones terroríficas. Y solo suele sucederme en estas fechas (aunque alguna vez también ha pasado cuando he ido a mi pueblo invitado a una boda o cuando me ha tocado asistir a un entierro). Las calles en las que se ponen las atracciones de feria, las casetas de turrones, los chiringuitos de tapas y los puestos de churros, pollos o berenjenas se llenan de zombis, de muertos vivientes. Muertos vivientes de verdad, cadáveres que salen de sus tumbas para subir a las atracciones, atiborrarse de porras y atracarse de pinchos morunos. Es como si de repente me encontrara en el cuento oriental del visir que se encuentra a la Muerte entre el gentío del mercado de Bagdad. Así me encuentro yo con los muertos, disimulados entre la gente que va y viene por las calles en las que se asienta la feria. A ti, que no los conoces, ni siquiera te llamarían la atención. Pero yo sí sé quiénes son. Mis viejos compañeros de los primeros cursos escolares. Algunos chicos y chicas con los que jugaba en la calle cuando todavía me ponían rodilleras en los pantalones. Los padres y las madres de algunos de estos chicos. Los tíos y los primos lejanos de mis padres. Los hijos de estos tíos y primos lejanos de mis padres. Los clientes del bar en el que trabajaba cuando tenía dieciséis años. Los hombres que hablaban con mi padre cuando era pequeño y le acompañaba a trabajar al campo. Las mujeres con las que se paraba mi madre cuando iba con ella a comprar... Ni siquiera sospechaba que muchos de estos muertos seguían vivos en mi memoria.

Sé que son muertos vivientes porque están demacrados, hinchados, adiposos, decrépitos, ojerosos, canosos, calvos, arrugados, terriblemente envejecidos... El tiempo ha ido matándolos lentamente. A algunos me cuesta incluso reconocerlos. Identifico sus facciones a duras penas y tengo que reconstruir sus rostros de antaño en mi imaginación.

Es terrorífico ver de golpe los estragos que provoca el tiempo. Produce una conmoción como la que sentiría Aristóteles si volviera a la vida y viera en qué ha quedado la Acrópolis de Atenas. A algunos los vi por última vez hace diez o quince años. A otros puede que incluso no los haya visto en los últimos veinte o veinticinco años.

La muerte se toma su tiempo. El deterioro que produce no se advierte en el día a día. Por eso no notas apenas cómo mueren los que envejecen a tu lado. Lo hacen al mismo ritmo que tú.

Siempre que en el aturdimiento del paseo de la feria me tropiezo con alguno de estos muertos vivientes suelo escapar en otra dirección. Y si queda muy forzado y no es posible, me hago el distraído o fijo la mirada en la persona con la que hablo en esos momentos. No quiero que sepan que los he reconocido. No quiero hablar con ellos. Afortunadamente ellos suelen hacer lo mismo. Puede que, en su ingenuidad, piensen que el muerto soy yo.

3 comentarios:

Birubao dijo...

Buff lo de los pueblos es terrible, allí el tiempo pasa a velocidad 5X y sino mirad la piel de cualquiera de vuestra edad que sea de pueblo..

Miguel Avilés dijo...

Muy buen escrito para incluirlo en un pregón de ferias. Te imagino perseguido por todos los muertos vivientes a gorrazos.

Félix Chacón dijo...

Así no me van a encargar nunca el pregón. No hay quien haga carrera de mí.